Es de todos conocido que Philip Kotler es el padre del marketing moderno y que es autor de los libros más influyentes sobre la materia. Soy un gran admirador suyo y recurro a sus libros una y otra vez. En estos días le ha tocado a uno de ellos: Lo bueno funciona, cuya primera edición es de 2012 pero que sigue de plena actualidad.
En este libro se nos explica que el compromiso con hacer lo buenos o lo mejor no es una garantía de éxito en el mercado, pero en los últimos 35 años numerosas empresas han demostrado que pueden construir un mundo mejor y ganar dinero al mismo tempo.
La experiencia también demuestra que para diseñar iniciativas sociales de marketing y corporativas de éxito hace falta inteligencia, compromiso y delicadeza.
Os dejo aquí un trozo del prólogo que Marcos de Quintos hace al libro de Philip Kotler, Lo bueno funciona:
Reducir la verdadera RESPONSABILIDAD SOCIAL (con mayúsculas) de una empresa al mero conjunto de programas tangenciales a su objeto social que pueda tener a bien desarrollar me parece una tremenda estupidez, porque el mayor acto de responsabilidad de una empresa es su propia existencia y su esforzada supervivencia.
Efectivamente, una compañía gestionada de manera adecuada crea riqueza y progreso beneficiando no solo a sus accionistas sino también a sus proveedores —a los que adquiere productos y servicios—, a sus empleados —a los que retribuye su trabajo proporcionándoles además desarrollo y formación—, a sus clientes —aportándoles el valor de su producto— y a la sociedad en general, a la cual le cede una parte relevante del beneficio obtenido a través de los impuestos que paga y que son gestionados (con mayor o menor acierto) por el gobierno que la ciudadanía misma se haya dado.
Sin embargo, todavía existe gente que piensa que las empresas son intrínsecamente malvadas y que (por el mero hecho de ser empresas) portan una especie de pecado original que debe ser expiado a través de ofrendas en forma de programas de responsabilidad social corporativa (RSC). Y, lo que es peor: esta creencia se ha extendido también a algunos empresarios que, presos del llamado síndrome de Estocolmo, han llegado a entender la RSC como la obligación de compensar de algún modo a la sociedad por dejarles operar sus negocios como si ello fuera motivo de penitencia.
Estas concepciones solo han conducido a devaluar los esfuerzos que las empresas desarrollan para contribuir “a más”, a hacer un mundo mejor. Porque, lejos de que los programas que promueven valorados o agradecidos, se convierten en motivo de sospecha. Aquí lo que cabe preguntarse es ¿por qué será que lo que sale de una empresa suele ser sospecho de oculto interés, en tanto aquello que viene de una ONG, por poner un ejemplo extremo, irradia presunción de virtud? Chocante.
Por fortuna, el tiempo está poniendo las cosas en su sitio. En efecto, nuestra sociedad cada día muestra mayor madurez y ya no se deja engañar por empresas que pudieran intentar cubrir con filantropía sus tropelías, ni tampoco se deja engañar por la auto—otorgada capacidad certificadora de <responsabilidades corporativas» de algunas ONG.
Los programas de RSC no pueden usarse como cortina amable con la que ocultar la laxitud en el cumplimiento de algunas obligaciones fundamentales de la empresa. No se puede tapar con caridades la falta de caridad interna: la injusticia, la discriminación, el acoso, el fraude a la Seguridad Social o el incumplimiento de las obligaciones medioambientales o tributarias. Porque no es más piadoso ni solidario el que deja un billete de 50 euros todos los domingos en el cepillo de la iglesia si luego resulta que miente por mucha mayor cuantía en su declaración de la renta, o factura en negro o tiene sin dar de alta a su servicio doméstico. Lo mismo sucede con las empresas; personalmente creo que la sociedad debiera dejarse impresionar menos por los programas de RSC que dejan las empresas en el cepillo e interesarse más por la integridad en su gestión, que es lo importante y por lo que, a fin de cuentas, una empresa debería ser valorada.
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